Respuesta a "La contrarreforma populista" de Gonzalo Banda
Sergio Tejada
Nos encontramos ante un escenario de política de trincheras, que se expresa en el uso voraz de mecanismos constitucionales para destruir al rival, con una dinámica de tensión electoral que tiene la forma de un enfrentamiento geográfico. La descentralización ha fracasado. Lo peor de la política contenciosa que ya llevaba un tiempo funcionando en las regiones, se trasladó al escenario nacional: del partido de oposición que compraba el kit de revocación al día siguiente de iniciada una gestión regional o municipal, pasamos a las bancadas parlamentarias que activan procesos de vacancia con la misma velocidad y pocos argumentos. Quienes lideran estos procesos carecen de respaldo popular. De hecho, los resultados electorales de 2021 y 2022 mostraron una tendencia hacia una menor representatividad de los candidatos elegidos. Hasta aquí, puedo coincidir ampliamente con el diagnóstico elaborado por Gonzalo Banda en su artículo “La contrarreforma populista”.
¿Pero cuáles son las salidas? ¿Hay un riesgo de caer en un populismo de corte autoritario pero exitoso en dar ciertas respuestas? Señala Laclau en La razón populista (2006), que el momento populista surge cuando diferentes demandas se encuentran en su insatisfacción al no lograr ser resueltas por las instituciones existentes. En ese momento se establece, en una operación política, una frontera antagónica que divide al “ellos” del “nosotros”, siendo “ellos” los que impiden la realización de las aspiraciones populares. Ese momento está abierto en el Perú. No solo las instituciones son incapaces de dar respuesta a demandas básicamente de redistribución y reconocimiento, sino que quienes detentan el poder, en su afán de fortalecerlo, siguen deteriorando los pocos canales institucionales existentes. Cierto es, siguiendo con Laclau, que el paso siguiente para la consolidación del populismo es un liderazgo fuerte que logre articular en una “cadena de equivalencias” todas las demandas, ofreciendo una nueva totalidad. Ese paso no parece asomar aún, pero en el Perú siempre hay sorpresas.
El problema es que no hay una pronta salida a la crisis profunda en la que nos encontramos. Hay numerosos estudios que han establecido una correlación positiva entre congresos fragmentados e interrupción de mandatos presidenciales. Varios de ellos analizan regímenes parlamentaristas (donde el jefe de gobierno es el primer ministro), pero aplican bien a los presidenciales, como el peruano. En nuestro caso, la fragmentación responde a la debilidad y baja representatividad del sistema de partidos y éste, a su vez, se relaciona a la misma fragmentación dentro de la sociedad. El Perú es un país dividido, con múltiples fisuras. Las instituciones políticas intentan dar un canal de expresión democrática a estas tensiones y diferencias, pero no lo logran ni parcialmente. Uno de los pocos canales que, mal que bien, materializaban el sentir ciudadano eran los procesos electorales. Teníamos un sistema electoral confiable, que garantizaba procesos sin interferencias, pero que necesitaba políticos a la altura de las reglas mínimas de una contienda. Y esto no ocurrió. Un sector con poder económico y mediático, desconoció los resultados, gritó fraude, creó comisiones investigadoras, envió delegaciones a la OEA, se alió a grandes bufetes de abogados para anular los votos de la gente del campo, activó reiterados procesos de vacancia presidencial con la ayuda de ciertos medios de comunicación. El intento de autogolpe de Pedro Castillo, totalmente condenable, no hubiera existido sin una coalición en incesante actividad golpista. Y son ellos los que, tras la caída de Castillo, entraron al gobierno. Por eso un nuevo proceso de elecciones generales es indispensable, servirá para expresar la voluntad ciudadana y darle legitimidad a quien reciba el voto popular. Pero ninguna de las fisuras más profundas quedará resuelta tras un nuevo proceso electoral. En este punto planteo mi principal diferencia con el artículo de Banda: es necesario un gran debate nacional en torno a una nueva Constitución.
La Constitución es fundamentalmente un gran acuerdo entre las y los habitantes de un territorio determinado para definir deberes, derechos y formas de organización de un Estado. Por eso es muy importante que cuente con legitimidad. La Carta Magna debe ser representativa, al menos, en términos culturales, étnicos, de clase, de género y generacionales. La actual Constitución peruana no es un documento de respetados fundadores de la República que cada cierto tiempo admite enmiendas (como podría ser la constitución norteamericana), es el resultado de un acuerdo reducido entre elites (de un “consenso” en Washington) después de un autogolpe de Estado, que fue aprobado con baja participación (70%), con un resultado ajustado (poco más de 300 mil votos de diferencia), escaso debate público (por la parcialización de medios de comunicación alineados con el régimen fujimontesinista) y con cuestionamiento de fraude. Es expresión de un pacto social (si es que alguna vez lo hubo) agotado.
En las últimas décadas la Constitución ha sufrido múltiples modificaciones, al punto que algunas de sus partes carecen de coherencia interna. El fundamento de la organización del Estado ha sido la separación y equilibrio de poderes, la afirmación de los contrapesos, y todo esto ha sido manoseado y quebrado. Necesitamos reformas, por supuesto, pero esto nos lleva a la pregunta de quién reforma, quién tiene la capacidad y la legitimidad para hacerlo. El Congreso no puede hacerlo. No existe entre las últimas promociones de parlamentarios el mínimo de decencia ni conciencia a futuro de un proyecto de país como para dejar de lado intereses particulares y cortoplacistas. Enfrentados al conflicto de interés de redefenir las relaciones entre poderes del Estado, optarán por seguir destruyendo el poco equilibrio que queda. Se darán más poder. Solo un ente cuyo interés no esté en abusar del poder parlamentario podrá hacer reformas políticas. Lo mismo aplica para las reformas a los partidos políticos y el sistema electoral. Se podría pensar en un comité de expertos, pero su designación no estaría exenta de la política de trincheras. En cualquier caso, este comité carecería de un aspecto fundamental del proceso de establecimiento de un pacto social: la participación popular. Por ello, el llamado a reformular el pacto social tendría que ser un congreso, convención o asamblea constituyente.
Riesgos hay, pero también límites. Existe un principio de progresividad en el ejercicio de derechos y un marco internacional que tenemos la obligación de respetar. No hacerlo supondría nuestro aislamiento y este es un riesgo no exclusivo de los debates constitucionales, sino que existe en estos momentos, bajo la coalición autoritaria que nos gobierna. “No puede someterse a referéndum la supresión o la disminución de los derechos fundamentales de la persona, ni las normas de carácter tributario y presupuestal, ni los tratados internacionales en vigor”, dice la propia Constitución de 1993 en su artículo 32°. Si se establecen las reglas adecuadas, habrá temas que quedarán fuera del debate (como, por ejemplo, la pena de muerte). Finalmente, el texto propuesto pasará por debate público y referéndum. Puede o no aprobarse, pero ya fue parte de un proceso participativo, dentro un canal institucional creado por el pensamiento liberal y republicano. No encuentro otro camino en el mediano y largo plazo para redefinir las reglas de convivencia entre peruanos y peruanas dada nuestra vasta heterogeneidad y diversidad. Lo demás, a mi juicio, es prolongar la agonía y esperar que unas cuantas cubetas de agua apaguen un incendio forestal.