Se necesitan compromisos, no leyes

Paolo Sosa

La crisis peruana es multifacética. Uno de los problemas más urgentes es la extinción del sistema de pesos y contrapesos que dan forma al equilibrio de poderes. Perú tiene hoy un sistema de gobierno disfuncional y con atribuciones de control político, cada vez más, concentradas en un solo poder, el legislativo. La reforma del sistema de gobierno es, entonces, imperativa, pero al mismo tiempo insuficiente. El principal problema y amenaza para la democracia no son las normas que dan forma a este sistema en sí mismas, sino la adhesión de los actores políticos y su compromiso en hacerlas funcionar.

 

Una democracia, tal como la entendemos hoy, es un sistema de reglas que definen cómo se accede al poder y cómo se ejerce tal poder. Por ello, el componente electoral y principio del equilibrio de poderes son dos elementos constitutivos de la democracia, sin los cuales no es posible su funcionamiento. Aunque la atención suele centrarse únicamente en lo electoral, los principales problemas contemporáneos provienen de la degradación de los sistemas de pesos y contrapesos que dan forma al principio de equilibrio de poderes. 

 

En las versiones más tradicionales, los sistemas de gobierno dentro de los regímenes democráticos suelen dividirse entre presidencialismos y parlamentarismos. En los primeros, la jefatura del gobierno recae en la figura de un presidente electo directamente por la ciudadanía, por lo que su legitimidad emana directamente del voto popular y, sobre todo, tiene un mandato temporal fijo establecido en la constitución. En los segundos, la jefatura del gobierno recae en la figura de un primer ministro o canciller que no ha sido electo por la ciudadanía, sino por el Parlamento. Es decir, los ciudadanos eligen congresistas y estos son los encargados de formar un gobierno. Por lo mismo, la legitimidad del jefe del gobierno proviene de los arreglos entre las bancadas y su tiempo de mandato no está fijado, sino que depende de que tales arreglos se mantengan o no. 

 

Históricamente, el Perú –como la gran mayoría de países en el continente americano- ha tenido un sistema presidencialista. Aunque, a diferencia de los modelos más tradicionales, hemos ido incluyendo algunos elementos que lo complejizan, como el hecho de que los consejos de ministros estén sujetos a control por parte del legislativo. Hace algunos años era muy difícil encontrar ejemplos sobre este tipo de controles, mientras que era indudable el carácter presidencialista de nuestro sistema político. Desde 2016, sin embargo, no solo se han normalizado las censuras a ministros, sino que la vacancia presidencial y el cierre del congreso se han convertido en amenazas latentes. Aunque la constitución establece un plazo fijo de cinco años para la presidencia, la realidad es que desde 2016 los presidentes han durado en promedio mucho menos que la mitad de tal mandato.

 

Estos problemas parecerían una anomalía, pero la realidad es que el presidencialismo tiende a generar problemas de gobernabilidad. La raíz de estos problemas se encuentra en la noción de “legitimidad dual”; es decir, que la legitimidad del presidente y del congreso corre por bandas separadas al ser ambos poderes electos mediante votaciones distintas. Así, ambos poderes pueden reclamar ser representantes de la voluntad popular puesto que no son interdependientes. En escenarios extremos, conocidos como “gobiernos divididos”, cuando el presidente es de un partido y el congreso tiene una mayoría de oposición, el problema de legitimidad dual se hace notorio y ocurren entrampamientos que suelen devenir en crisis mayores.

 

Lo que cambió en las últimas décadas fue la permisividad en distintos niveles frente a los golpes de estado, con lo cual estos choques entre poderes han generado más bien inestabilidad antes que golpes de estado. Estos periodos de inestabilidad se van resolviendo en tanto un poder, tradicionalmente el ejecutivo, se impone y acopia competencias formal e informalmente. No obstante, nuestra realidad actual parece inclinarse por otro camino, uno en el que –por el momento- la sartén está en manos de un congreso que no solo puede vacar a presidentes si consigue los votos, sino que también ha empezado a influir extraordinariamente sobre otras instituciones de control y organismos constitucionalmente autónomos.

 

Esto ha llevado a que algunos analistas y políticos denuncien un “parlamentarismo de facto”, una apreciación compartida por un sector de la ciudadanía. En la reciente encuesta del IEP, un 35% señala que el congreso es quien tiene más poder en la actualidad y solo un 19% considera a la presidenta en tal evaluación. Ipsos registra un 52% y 22%, respectivamente. Sin que medie una reforma sesuda de la constitución, nuestro sistema de gobierno se ha trastocado gradualmente al punto que los elementos fundamentales del presidencialismo se han atenuado de forma significativa.

 

Por ello, expertos, se han planteado una serie de propuestas sobre cómo reformar el sistema político para salvaguardar –o al menos eso se argumenta- el principio de equilibrio de poderes. Hay desde las que proponen efectivamente un tránsito hacia el parlamentarismo hasta las que proponen un fortalecimiento del presidencialismo. Me temo, sin embargo, que más allá del efectismo argumentativo, poco se piensa realmente sobre lo delicada y compleja que es la ingeniería constitucional, pero, más importante aún, sobre sus limitaciones para resolver los problemas en un sistema político tan desestructurado como el peruano. 

 

El problema fundamental de la crisis peruana no es de leyes sino de actores. Quienes señalan hoy que nuestros problemas se desprenden del sistema presidencialista olvidan que durante quince años pudimos mantener estándares mínimos de convivencia bajo el mismo conjunto de reglas. Sea cual fuera la fuerza (o falta de ella) que llevó a las autoridades a ceñirse a un mínimo juego democrático. La estabilidad -aun siendo precaria- del sistema de equilibrio de poderes nos muestra que lo importante es el compromiso de los actores antes que el diseño mismo del sistema. Es cierto que las leyes pueden disciplinar el comportamiento político, pero esto es posible sólo mientras haya un mínimo de compromiso real de los actores con su cumplimiento. 

 

Hoy, en cambio, podríamos diseñar el sistema perfecto y aun así tener problemas porque los actores políticos tienen todos los incentivos y oportunidades para interpretar la ley como mejor les parece. Lo que hace fuerte a un sistema constitucional no es el refinamiento de los artículos de la carta magna, ni los castigos que establecen sus reglamentos, sino la disposición de los actores a jugar bajo las reglas. Esto es importante. Aunque tradicionalmente se entiende al equilibrio de poderes como un elemento restrictivo del poder –es decir, que está ahí para que los poderes se estorben entre ellos y por lo tanto ninguno acumule más poder sobre el resto-, este principio es más bien un habilitador del poder en tanto funciona para facilitar la acción colectiva.

 

El rol de las transiciones es precisamente crear el espacio para que los actores coordinen en oposición al antiguo régimen, acuerden mínimos de convivencia indispensables y renueven sus votos en la necesidad del pluralismo y el respeto del estado de derecho. La luz encendida por la coyuntura durísima del final del fujimorismo, que forzó la coordinación entre viejos rivales en la izquierda, centro y derecha, fue la que mantuvo en gran medida la continuidad del orden a pesar de todos los problemas. Hasta hace algunos años, los liderazgos de la transición eran todavía figuras que podían mantener espacios de llamado al sentido común, a la moderación. Hoy esos actores no existen más, y los que están se han convertido en satélites de los extremismos. 

 

Quizás por lo mismo es importante resaltar que, en una reforma del sistema político, las formas son tan importantes como el fondo. El proceso -y no solo el resultado- es clave para la renovación y fortalecimiento de un sistema de gobierno democrático, anclado en un equilibrio de poderes efectivo. Y, dentro de las transiciones, los momentos constituyentes o los procesos de reforma serios e inclusivos son el tipo de procesos que crean las oportunidades e incentivos para este tipo de negociaciones amplias, forzando el pluralismo y señalando la necesidad de reconstruir un pacto mínimo para darle contenido al equilibrio de poderes y crear el compromiso necesario para que sea parte de un sistema funcional.

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