Entre el formalismo administrativo y la informalidad política

Mayen Ugarte

La gestión en el sector público, por su naturaleza, presenta desafíos únicos: la autoridad está fragmentada, lo que a menudo requiere compromisos para lograr decisiones; los procesos de toma de decisión son más complejos y abiertos, lo que ralentiza la velocidad de éstas y aumenta la percepción de riesgo para los responsables de tomarlas; las metas son a menudo ambiguas y políticas, lo que dificulta la medición del desempeño y favorece la sobrerregulación. Además de estas características inherentes a la administración pública, la gestión en el Estado se lleva a cabo bajo restricciones de procedimiento y reglas definidas externamente, lo que dificulta la adaptación a las circunstancias cambiantes y a la heterogeneidad organizacional. Finalmente, no se puede olvidar que el Estado opera en un entorno de restricciones políticas, lo que lleva a los gestores públicos a dedicar más tiempo y esfuerzo a lidiar con factores externos, que a la operación de la organización y por ende a lograr los resultados esperados.

 

Estos desafíos son particularmente graves en Perú debido a informalidad política en que operan las organizaciones, la alta rotación de personal y la aprobación de medidas antitécnicas y restrictivas de alto impacto político coyuntural como el incremento de regulaciones formalistas para, en teoría”, reducir la corrupción y que al final no son otra cosa que barreras para la innovación. Profundicemos.

 

Las regulaciones se aplican de manera uniforme, sin tener en cuenta las diferencias entre las entidades públicas, entre las capacidades de los equipos, o entre la oferta de cada mercado de servicios. No hay espacio para que el gestor adecúe la aplicación de las normas, para conseguir los resultados que en teoría se persiguen con esas regulaciones. En un país tan diverso como el Perú, con una gran heterogeneidad territorial, social e institucional, pensar que todo va a funcionar como nos imaginamos desde el ente rector de la política o del sistema administrativo (y obvio, desde Lima), raya lo ingenuo. Sin embargo, no hemos logrado que funcione ningún mecanismo que introduzca algún grado de libertad de actuación para los gestores del Estado. Por el contrario, cada vez las conductas de gestión están más constreñidas por reglas que fueron dadas porque “alguien en algún lugar lo hizo mal” y no pensando en todos los que lo hicieron bien y que si les damos la oportunidad de innovar podrían hacerlo aún mejor.

 

Las regulaciones y los controles excesivos han tenido graves consecuencias para la gestión en el Estado. Han transferido el control de las decisiones técnicas de las áreas de línea -las que prestan los servicios y regulan a la actividad privada-, hacia las áreas administrativas, pues éstas son las que más riesgos corren si hay errores o sospechas de error en los procesos de ejecución de gasto (y no hay que perder de vista que al final del día para gestionar, prácticamente todo se traduce en procesos compra o de contratación). Esto ha llevado a que la administración se asegure que no será cuestionada  interpretando y reinterpretando las normas de la forma más literal y restrictiva posible, para evitar el uso de la discrecionalidad, para que toda decisión tenga un “papel” o certificado que pueda ser observable de forma indubitable, no importa si eso garantiza o no que se obtendrá el mejor bien, servicio o resultado. Importa que nadie pueda decir que se usó el criterio, el análisis, el conocimiento o la opinión técnica para decidir. Importa que se pueda mostrar la “prueba” de que se siguió la regla. Entonces, es común ver que se compre el modelo de luminaria que está a punto de salir del mercado, aunque sea más caro porque ya escasea, porque es el que se describió en los términos de referencia que demoraron 15 meses en ver la luz, o que se contrate al que tiene el certificado de haber hecho un curso en sistemas de riego tecnificado de 10 horas, pero se descalifique a quien imparte el curso, elegido para ello por sus 30 años de experiencia, porque no tiene un papel que diga que se sentó como alumno en algún lugar.

 

Además, el riesgo de tomar decisiones en el sector público se ha vuelto tan alto que desalienta a personas calificadas a ocupar cargos públicos. Esto ha ocasionado que los puestos sean ocupados por individuos poco atractivos para perfiles más competitivos en el mercado.

 

La situación también ha desalentado a proveedores deseables a trabajar con el Estado, lo que deja espacio para proveedores menos idóneos. En un entorno político polarizado y precario, atacar al sector técnico del Gobierno también se ha convertido en un arma política.

 

A este desalentador ambiente, sumemos que tenemos múltiples mecanismos y autoridades para el control, pero el sistema se queda en lo formal o en el escándalo y pierde de vista que el objetivo principal del control es la corrección inteligente de la situación que da pie a la desviación de la conducta para que esta no se repita y no el titular grandilocuente de corto plazo en el que se acusa a todos, pero no se resuelve nada. 

 

No sería justo atribuir todos los problemas de gestión al Sistema Nacional de Control. Es importante destacar que los sistemas de control no se limitan a la Contraloría o la fiscalía, sino que también incluyen sistemas administrativos que establecen las reglas para la actuación cotidiana de las administraciones públicas. Sin embargo, estos sistemas no se comunican entre sí y constantemente se desvirtúan debido a la amenaza de ser controlados, ya sea por la Contraloría o por la fiscalía, que a menudo carece de comprensión sobre cómo opera el Estado.

 

A lo largo de los años, las regulaciones se han multiplicado, la discrecionalidad en la gestión se ha reducido significativamente y, ¿sorprendentemente?, la corrupción ha aumentado. 

 

Ahora bien, es una regla de la administración que a mayor capacidad técnica de los equipos, mayor discrecionalidad es posible. Entendamos capacidad como la medida en que los empleados públicos tienen las habilidades, conocimientos y experiencia requeridos para cumplir con los objetivos y metas de la organización y para adaptarse en un entorno cambiante. Pero, si constantemente cambian las personas, cómo se supone que la organización adquiera el bagaje de experiencia que se requiere para gestionar con libertad, creatividad, conocimiento, adaptabilidad, etc. 

Las organizaciones con malas reglas y buenos equipos evidentemente podrán hacer más que las organizaciones con malas reglas y equipos débiles. Es allí donde, finalmente, radica el quid del asunto: ¿Cómo aseguramos que podemos atraer al sector público el  mejor talento que sea capaz de producir el país? Necesitamos que sean ellos los que impulsen desde dentro el cambio de las malas reglas.

 

La respuesta “fácil” es implementando el servicio civil. Sin embargo, además de ser complejo y de largo aliento, e indiscutible que debemos seguir ese camino, también es urgente quebrar la apatía, el desánimo y la desconfianza que nos genera el sector público, y que lo hace poco atractivo para el talento y la experiencia. De lo contrario, convertiríamos al servicio civil en otra carrera “residual” como nos ha pasado con la educación o la policía, aquella carrera donde ingresan quienes no tienen otra opción.

 

Lo primero es cambiar esta dinámica del exceso de reglas, pues es evidente que el camino de la sobre y micro regulación endiosada como la solución para evitar la corrupción no está funcionando. Necesitamos simplificar todo, que reine el sentido común, que conseguir resultados sea más relevante que seguir reglas fútiles. No quiere decir que no existan reglas, sino que estás deben guardar razonabilidad y ser un marco de actuación en el que el servidor ejerza el criterio y asuma responsabilidad por sus decisiones y sobre todo por sus resultados. Hoy, seguir la regla y no tener resultados es lo común y nadie se responsabiliza por no llegar a la meta. Es la receta perfecta para ser mediocres. Entonces, aunque parezca contraintuitivo, a menos reglas será posible controlar mejor las decisiones y tendremos que esforzarnos por sustentarlas en razones de fondo, sin poder escondernos en la formalidad cuando no se logran los objetivos. 

 

Tenemos también que apostar por formas inteligentes de control como las que la tecnología y la digitalización del Estado nos facilitan. Destinar recursos a la transformación digital de la gestión cotidiana del Estado requiere muchos más recursos políticos que los que hemos destinado hasta ahora. No es un problema de dinero lo que frena la transformación digital, es la falta de convicción política para que se entienda fuerte y claro que ese es el camino y que ninguna entidad puede quedar rezagada. 

 

Simplificar hacia adentro, atraer talento, apostar por la transformación digital y cambiar la dinámica del control de requisitos y procesos, por el control de los resultados y el aprendizaje institucional, es un camino que requiere acuerdos políticos que se sostengan por al menos una década, aún cuando los resultados tarden en ser evidentes para el ciudadano. Lamentablemente, es difícil pensar que esto sea posible en un entorno político tan cambiante, informal, improvisado y dominado por objetivos de corto plazo. 

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