Luis Pásara
Coincido con Paolo Sosa en que el problema fundamental de la crisis peruana no es de leyes, sino de actores. Como he argumentado en relación con otros asuntos, pretender que los problemas se resuelven con cambios legales —sean relativos a la constitución, la ley o sus reglamentos— es históricamente falso. Para probarlo basta echar una ojeada a la docena de constituciones que se ha dado el país en sus doscientos años de república y preguntarse qué cambios de fondo produjo el paso de una u otra, o qué problemas pudieron ser resueltos mediante la introducción de un nuevo texto constitucional. No mencionemos las miles de leyes dadas y modificadas, cuya vigencia efectiva frecuentemente ha sido muy limitada.
Ciertamente, en el funcionamiento de nuestro régimen democrático interesa el marco normativo. En efecto, en la democracia es central el equilibrio de poderes y el control de los actos de un poder por otro, que no consiste en que “se estorben entre ellos”, sino en que los actos de un poder estén sujetos a controles de constitucionalidad y legalidad a cargo de otro. Esto es esencial para la democracia, pero su efectividad no surge de lo que digan las leyes, sino de aquello que hagan los actores.
No es que los diseños institucionales no importen, que dé lo mismo ser monarquía constitucional o república, tener un régimen parlamentario o uno presidencialista. Por supuesto que estas opciones importan. En el caso peruano hay una opción –a la que se presta muy poca atención— que mejoraría el funcionamiento del régimen político existente: que se incorpore la segunda vuelta para elegir a un congresista cuando ningún candidato haya alcanzado determinado nivel de respaldo electoral en la primera vuelta. Al tiempo que eliminaría a congresistas que son elegidos por una pequeña fracción del electorado correspondiente –y luego invocan “el mandato del pueblo” para conformar mayorías que en realidad representan a unos cuantos—, esta reforma incrementaría la legitimidad del Congreso, que hoy en día es ínfima.
En suma, el diseño de las instituciones importa, pero no es la clave. Cambiar el diseño no garantiza mejores resultados. Ojalá lo entiendan quienes ahora pierden el tiempo discutiendo si reintroducir o no el Senado en la arquitectura del régimen político.
¿Dónde está entonces la clave?
Sosa echa de menos, en los actores políticos, el “compromiso real” o, más exactamente, “la disposición de los actores a jugar bajo las reglas”. De nuevo, es preciso estar de acuerdo con él; en efecto, el seguimiento del desempeño de los principales actores políticos en el Perú de hoy revela que no tienen compromiso con la democracia ni están dispuestos a respetar las reglas. Solo se invoca las reglas por aquel actor al que la regla le conviene en determinada circunstancia; si al día siguiente no le conviene, la pondrá de lado sin vergüenza alguna.
Pero ¿esta carencia de nuestros actores políticos es la raíz de los problemas de nuestro sistema de gobierno? ¿O, más bien, habrá que buscar la raíz en los rasgos de una sociedad que es la que “produce” estos actores, carentes no sólo de compromiso con la democracia y sus reglas, sino de todo escrúpulo?
Alberto Vergara escribió un clásico que examinó la situación de una ciudadanía sin república. El Perú, en efecto, no funciona como una república, aunque sus constituciones hayan proclamado que lo es. Si se mira sólo a los últimos meses, la forma en la que permanece sin investigaciones creíbles el homicidio de casi medio centenar de compatriotas, ejecutado entre diciembre de 2022 y enero de 2023 por las llamadas fuerzas del orden, nos descalifica como república. En esta “república” nadie es responsable de esas muertes. Y seguramente nadie será sancionado por ellas. Así ha ocurrido siempre –o casi siempre, “que no es lo mismo, pero es igual”, dice Silvio Rodríguez– en el Perú. El poder no ha rendido cuentas. Y hoy tampoco las rinde.
Ese es el país que “produce” estos actores que a menudo nos avergüenzan desde sus cargos de ministros o en sus escaños parlamentarios. No siempre fue así, o no exactamente así. En las últimas décadas el país se halla embarcado en un proceso de degradación y descomposición –que no se reconoce en el debate público– que ha carcomido no sólo la escena política sino también otros ámbitos de la vida social y económica. Si, como afirma Gonzalo Banda en estos Debates Muleros, nos hemos quedado sin políticos, hay que reconocer que también nos hemos quedado sin ciudadanos. Los peruanos se han sumido en la llamada “informalidad”, cuya magnitud hace irrelevante la legislación vigente en las relaciones laborales, las obligaciones tributarias y cualquier otro campo que se quiera abordar. De allí que un banquero haya afirmado recientemente que las instituciones en el Perú se están pudriendo por dentro.
El Estado peruano, maniatado por los “transportistas informales”, ni siquiera puede ordenar el tránsito en las ciudades. En algún punto de esta incapacidad creciente se le pondrá la etiqueta de “Estado fallido”, que ya le viene bien en vastas zonas del país en las que quienes ejercen autoridad la han asumido no por mandato de la ley sino por la fuerza del dinero o de las armas. Y no aludo así sólo a los llamados “remanentes” de la subversión, sino principalmente a las redes de las tratas de todo tipo.
En algún momento, esa marea negra llegó al poder político. Así es como la minería ilegal tiene “sus” congresistas, las universidades-bamba tienen los suyos y, aunque no pueda demostrarse, sino con llamativos ejemplos, el narcotráfico ha penetrado en todas las esferas importantes del Estado. Demás está decir que esto es lo que explica el papel protagónico de la corrupción, aceite milagroso que engrasa muchas decisiones.
Manuel González Prada dijo, hace 135 años: “Perú es un organismo enfermo: donde se pone el dedo, salta la pus”. Desde entonces, el enfermo no recibió seria atención de parte de quienes dirigieron el país desde la ignorancia o la frivolidad, o ambas. El nivel de aquellos a quienes se supone a cargo del país se exhibe hoy en los torpes intentos de tomar “el modelo Bukele” como inspiración. Entre sus manos el Perú ha llegado a la metástasis.
Ese es hoy el país realmente existente, en el que pedir –o esperar– compromiso con la democracia de parte de ESOS actores políticos es tan ilusorio como esperar soluciones de una nueva constitución.