Sin reformas y sin contrarreformas

Hernando Guerra García

Congresista de la República

Es cierto que toda reforma pretende mantener algo del viejo orden, pero también lo es que toda reforma mantiene, sin querer, elementos que no necesariamente quiso que pervivan. La última reforma importante que ha tenido el Perú ha sido la realizada por el gobierno de Fujimori y, desde luego, cumple con lo anteriormente dicho. Esa reforma cambió radicalmente el modelo económico, redimensionó el tamaño del Estado, privatizó empresas públicas, independizó al Banco Central de Reserva, adoptó sistemas de gestión como los organismos reguladores y, por último, hizo una constitución para preservar esas reformas. ¿Qué se ha mantenido del viejo orden? En primer lugar, el centralismo, que no se revirtió a pesar de un mayor acercamiento al campo y la construcción de miles de kilómetros de caminos rurales; se mantuvieron también prácticas de un estado poco transparente y un diseño de gobierno, en mi opinión, excesivamente presidencialista. Quizá en esto se encuentra el rechazo de muchos al fujimorismo, a pesar de haber pasado ya casi tres décadas.


Pero lo menciono no para provocar el eterno debate entre fujimorismo y anti fujimorismo, sino para tener una perspectiva histórica ya que sin lugar a dudas es una reforma que nunca tuvo una contrarreforma, sino solo virajes declarativos con el pretexto de alejarse de lo hecho por Fujimori -que era lo políticamente correcto-.


Pero si no hubo una contrarreforma ¿Qué fue lo que ocurrió? En mi opinión, una descomposición -inicialmente política y luego social- que se tolera porque los fundamentos económicos aún se mantienen. Así, se agudizo el centralismo, se afianzó y creció la corrupción no combatida como si lo fue el terrorismo (que quizás creció a la sombra de ese combate), se crearon mafias escondidas tras una regionalización mal hecha, se incrementó el narcotráfico apañado inicialmente por el montesinismo y luego por sucesivos gobiernos, se consumó la figura del  hombre público (político, periodista y líder de opinión) corrompido por el modelo Odebrecht y se afianzó el tecnócrata de lenguaje reformador, acomodaticio y complaciente mientras tenga ingresos. En ese sentido, pienso que sí nacieron nuevas coaliciones (la política no tolera vacíos y no creo cierta la hipótesis de que nuevas coaliciones no quieran nacer).


Esta coalición no ha durado poco y ha estado -de una u otra manera- en los siete gobiernos de los últimos 20 años. Es una coalición que ha sido incapaz de generar reformas sustanciales y de asomarse a una primavera política. Estoy convencido de que no le interesaba ninguna reforma o contrarreforma, sino solo disfrutar del poder y del relativo auge económico que tuvimos. Así, se hizo crecer al Estado apoyándose en los nuevos recursos otorgados por el modelo de la reforma de los 90, se gestionó con ineficiencia en todos los ministerios que siempre devolvieron recursos al final del año y no se realizó ningún gran proyecto social, de infraestructura o político. Se vivió una borrachera y hoy sufrimos la resaca y le echamos la culpa a todo lo que ocurrió en la década de los 90. 


No mirar este desierto de logros, no advertir que han sido 20 años casi perdidos (y repito, con cifras económicas favorables) y no entender que al final de esto efectivamente el sistema aceleró su descomposición cuando Vizcarra (y no otro) activó un mecanismo extremo como la disolución del congreso -para terminar luego vacado por el Congreso que prácticamente creó-, es no querer ver el panorama completo.


Luego, la descomposición se acelera con el COVID, con partidos fachada y bancadas inventadas, pero también con funcionarios incompetentes y gobiernos locales y regionales cada vez más corruptos. La cereza la puso el caso Odebrecht que fue rápidamente convertido en un show repetido y sin ningún resultado judicial hasta ahora.


Es muy cierto que en medio de esto se acabó por completo lo programático, pero hay que preguntarse cuánto subsistía aún. Creo que muy poco. Lo programático empezó a olvidarse con el pragmatismo del Presidente Fujimori (y quizá con su rechazo casi instintivo a lo ideológico) pero este estilo no fue reemplazado cuando salió del poder. No hubo programas, no hubo ideologías, no hubo siquiera debate serio contra las reformas, lo que existió fue revancha, narrativas anti y un mantenimiento de esas reformas criticadas solo para la tribuna.


Después empezó la metástasis de un Estado con poder y recursos pero solo para la nueva coalición y sus socios políticos, tecnócratas o empresariales; en estos 20 años no se quiso construir un Estado al servicio de sus ciudadanos.


Estos gobiernos crearon a todos los niveles a funcionarios que piden coima por trámites, que cobran impuestos sin retribuir con servicios, que cierran negocios y detienen al emprendedor en las avenidas mientras los extorsionadores pasan libremente a cobrar cupos cada vez más extendidos. El Estado no sólo no cambió, sino que se afinó para convertirse en botín y máquina para hacer fortunas con contratos amañados. Para muestra recordemos que no hay ningún empresario detenido por el caso Odebrecht. 
En medio de esto, nadie puede afirmar seriamente que es el cambio constitucional, total o parcial, lo que va a transformar el Estado. Se podrán afinar diseños políticos y de gobierno, pero los cambios que incidirán en la vida de la gente están en la gestión y en el ejecutivo -que es donde se inician siempre las reformas-. Decisión, coraje y visión es lo que se necesita en ese poder del Estado y es lo que no se ha tenido en estas décadas.


El ciudadano espera reformas, pero en ese Estado que no está al servicio suyo y que lo deja a merced de funcionarios y extorsionadores que se comportan por igual. Esta es la reforma que debería hacerse, pero lo único que se escucha en la discusión política y en los esbozos de propuestas es un eco lastimero por lo que se hizo hace dos décadas sin mirar detenidamente qué ha pasado en estos años. Si no se inicia este proceso con desapasionamiento, objetividad y liderazgo no me cabe duda que llegará el populismo radical, de izquierda o derecha, que podrá amenazar ya no al ejecutivo o a otros poderes, sino a nuestra República.

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