Gonzalo Banda
El problema es que mucho se ha escrito sobre algunas reformas políticas necesarias para que el Perú abandone la situación patente de inestabilidad política, pero poco se ha dicho sobre que ninguna reforma política puede generar (en sí misma) una primavera política espontánea de proyectos políticos que puedan devolver la confianza en la política a los ciudadanos.
Desde hace muchos años, cuando el sistema de representación política comenzaba a mostrar síntomas de haberse enfermado, se activaron mecanismos como la vacancia por incapacidad moral del presidente y la disolución del Congreso, con mayor frecuencia. Mecanismos que estaban en la Constitución, pero que nunca se habían utilizado con la voracidad que se han empleado en los últimos años. Se renunció así a hacer política sobre la afirmación de un programa o la defensa de una identidad política y se pasó a la política de las trincheras, incapaz de concertar y que celebraba los ataques contra los opositores políticos. Era más fácil hacer política desde la identificación negativa que desde la identidad propia, una política de la antipatía que llevó a celebrar esperpentos.
Los presidentes cada vez detentaban menos poder, bancadas más pequeñas o simplemente menos cohesionadas políticamente, se exponían a las inclemencias de la política de guerrillas y terminaban renunciando o vacados. En el fondo los partidos políticos de gobierno eran mascaradas que se rompían como lechos de cristal. Muchos de esos partidos cuando llegaban al gobierno con banderas reformistas, traicionaban a sus electores, abandonando sus promesas para simplemente copar el aparato público con funcionarios leales pero incompetentes.
Esta es la señal más preocupante para la democracia peruana. Si la democracia, si las elecciones, no terminan por afectar la vida de las personas, si no importa el sentido de su voto o los votos son incapaces de transformar o transmitir al sistema de representación un mensaje y un sentido sobre cómo el país debe ser conducido, entonces tenemos un problema que puede parecer más silencioso, pero gigantesco como lo ha advertido Adam Przeworski.
En el fondo nos quedamos sin políticos. Sin materia prima para la defensa de ideas. Diezmados por Lava Jato quizá, pero también diezmados por una sociedad que ha sido incapaz de procesar su malestar electoralmente. Este problema pasó inadvertido en la política nacional, pero en los gobiernos regionales y municipales era evidente desde hace muchos años. Gobiernos regiones que se convirtieron no sólo en lejanos territorios con miríadas de candidatos, sino que al no tener ya ni siquiera el estímulo de una reelección, iban por el motín, por la captura patrimonial.
La fallida descentralización y el abandono de la política por parte de muchas élites regionales generó las condiciones para que los mercaderes de la política capturaran el poder, éstos cambiaban de camisetas políticas, cambiaban de domicilio para volver a postular a otro cargo político para mantener su cuota de poder, ensayaban todas las fórmulas posibles para evitar la legislación vigente.
Algunos movimientos regionales se consolidaron, pero fueron raras excepciones como Alianza Para el Progreso y Perú Libre, y, sin embargo, sus movimientos no escaparon al vendaval de denuncias de corrupción que inunda la política peruana. No perduraron. Las más grandes ciudades del Perú padecen gestiones regionales y ediles incapaces y corruptas, y las distancias en el desarrollo territorial se hacen más grandes con Lima (que no es el parnaso, pero ahí tiene andando su Metropolitano, sus líneas de Metro, su nueva pista para el Jorge Chávez) mientras en ninguna otra región siquiera se ha abierto paso un sistema de buses medianamente funcional.
La permanente tensión entre las dinámicas del desarrollo de Lima y nuestras regiones (especialmente las altoandinas) ha generado una dinámica de tensión electoral, con geografías enfrentadas en el voto. Si no se asume que la descentralización ha fracasado y se ignora las tensiones en nuestras regiones, sin abordar procesos de consultas ciudadanas para reformar políticamente la misma descentralización fallida, será cada vez más difícil reconducir un proyecto país sostenible para todos los peruanos. Muchas veces se ha creído que, para generar una mejor política nacional, se debía reformar la misma política nacional, pero quizá una condición mínima para abordar una reforma política sostenible es que la política subnacional pueda generar condiciones para la nacional.
Una segunda condición supone entender que en Perú no hay consensos para grandes reformas maximalistas. Ninguno de los actores políticos tiene el respaldo necesario para reiniciar el sistema, y lo más probable es que si lo reiniciamos (sea mediante una constituyente u otra fórmula), lo que vaya a quedar sea probablemente lo peor de cada una de las posturas más maniqueas. Muchos esperan una constitución con un régimen económico más interventor y con mayores derechos y libertades ciudadanas, cuando lo más probable es que el crecimiento de la pobreza genere condiciones para una constitución estatista y al mismo tiempo profundamente retrógrada en derechos y libertades. El drama de un país que retrocede en el combate contra la pobreza es que las reacciones ciudadanas van a apostar por salidas más radicales que echen por tierra los procesos que los políticos tienen en la cabeza.
En una reciente entrevista la actual presidenta de la London School of Economics, Minouche Shafik, me decía que el problema en muchos países en desarrollo es que no se entiende que el contrato social se negociaba en muchas partes de la vida pública desde las leyes hasta la política pública y la vida en comunidad. Concentrados en la disputa constitucional, hemos olvidado que los ciudadanos tal vez lo que demandan son soluciones más rápidas de política pública y legislativas que combatan eficientemente la pobreza, la corrupción y la delincuencia.
Francisco Toro en un reciente artículo advertía (analizando el caso de Nayib Bukele) que, probablemente, lo más peligroso de un populismo que se carga libertades ciudadanas no es su fracaso, sino su éxito. Su éxito en combatir problemas endémicos como la criminalidad (con métodos polémicos y violatorios de derechos humanos). Acaban con la pesadilla de muchas familias y reciben un sólido apoyo popular en respuesta. Quizá en los debates entre las élites peruanas, la reforma política y constitucionales tienen un orden racional, pero qué pasa si ese orden no existe dentro de las expectativas ciudadanas. El resultado sería catastrófico. Las reformas van a fracasar sin una mirada desde el territorio, si se deja incólume la descentralización fallida y si se pretende reformar maximalistamente sin atender a las urgencias que ya nos estallan. Quizá por coquetear con una reforma política socrática terminemos con un proceso político anárquico y regresivo, quizá por coquetear con la reforma entre actores incapaces, sólo demos paso a un autoritarismo eficaz, a una contrarreforma populista.