César Azabache Caracciolo
Al comenzar sus comentarios Gonzalo Banda afirma que “por principio toda reforma quiere mantener la lozanía de la institución o del sistema que quiera reformarse”. No creo que esto sea cierto. Promover una reforma no supone que asignemos lozanía alguna a la forma de ser de las cosas. Tampoco encuentro cierta la segunda proposición de su texto, conforme a la cual las reformas se hagan para revitalizar los viejos órdenes. Creo que Banda admitirá que la abolición de la esclavitud no revitalizó el sistema por segregación y que el voto universal no consolidó el voto basado en rentas e impuestos. Las reformas persiguen el reemplazo de instituciones que se estima caducas o entradas en decadencia. No su conservación.
Ahora bien, los reformismos son, en efecto, institucionalistas y existen, sin duda, institucionalismos conservadores. Se forman entre quienes piensan que las instituciones deben mantenerse en su concepción original, conservarse en ella porque la estiman como temporalmente correcta. Por principio diría, entonces, que ningún institucionalismo reformista es conservador y que los institucionalismos conservadores no son reformistas. Con eso nos hemos quedado en la pura tautología. Pero mi objeción tiene por objeto resaltar que el par competente en esta parte es “reformismo vs conservadurismo”. El par que encuentro en las dos primeras proposiciones de Gonzalo Banda es uno distinto “institucionalismos vs revolución”. No me cabe duda que para quien siga propuestas de corte revolucionario todos los institucionalismos son conservadores, pero ahora mismo no encuentro revolucionarios institucionalistas. La sola enunciación de esa construcción me parece un oxímoron. Entonces, discutir las cosas desde una perspectiva que intente levantar las coordenadas en que los institucionalismos son conservadores, que son las coordenadas en que se aloja el discurso sobre la revolución, sale honestamente de mi interés.
Luego, Banda se pregunta “¿qué sucede si las viejas coaliciones políticas han muerto y las nuevas formas de representación política no pueden nacer?” Encuentro una trampa en esta pregunta, porque sus extremos se mueven en dos planos distintos. Las últimas coaliciones políticas han muerto. No tengo duda sobre esto. Mauricio Zavaleta lo anotó en una columna publicada en junio de 2021: El consenso del 2000, el de la transición post 90’ “se agotó y ya no alumbra”. Estamos ahora en una transición de otro signo: Una marcada por la incertidumbre; una a la que hemos llegado por el agotamiento de un sistema que, aunque soportó cinco elecciones generales seguidas sin golpes de Estado (es la primera vez que esto ocurre en nuestra historia), ha quedado en el camino vaciada de contenido público. Claro, en la incertidumbre es imposible dejar de preguntarse si el camino que tomaremos cuando esta transición termine será uno basado en nuevas formas de representación política. Pero no lo sabemos.
Creo que si somos honestos debemos reconocer que entre el 2000 y el 2021 no se produjo el anhelado resurgimiento de un sistema mínimamente organizado sobre una malla de partidos civiles o populares como el que esperábamos. Lo que tenemos, basado en lo que el propio Zavaleta bautizó como “coaliciones de independientes”, es una malla que no parece fundada en ninguna forma de representación, sino en la más abierta e ilimitada gestión de intereses privados. A su manera Carlos Franco buscaba en el inicio del proceso formas de autorrepresentación en el crecimiento de lo que aún llamamos informalidad. Carmen Ilizarbe, desde una mirada por completo distinta, busca formas de autorrepresentación en las protestas, en la calle, y trata de mostrar su continua permanencia. Entonces, no me convence Gonzalo Banda cuando afirma que “las nuevas formas de representación no pueden nacer” ¿A cuáles se refiere y por qué “no pueden”?
“Ninguna reforma política puede generar (en sí misma) una primavera política espontánea”. Absolutamente de acuerdo. No encuentro por cierto a ningún autor que haya sostenido que algo así podía pasar. Pero si creo que la transición del 2000 tuvo un entusiasmo evidente en esa sobrestimación del papel de las reformas. De hecho la idea de reformar el Estado está hoy por hoy fuertemente asociada a las limitaciones que ha enfrentado una generación de cambios, los que se lanzaron como parte de esa transición en particular. El paquete completo que describe ese proceso incluye a la regionalización, al sistema anticorrupción, a la educación y al sistema de justicia, que es, curiosamente, el que menos parece haberse afectado por el fin del ciclo. Comparto la idea que sostiene que la transición iniciada en el año 2000 tuvo mucho de ingenua. Las cuestiones sobre corrupción, a las que habitualmente me dedico, son la mejor muestra de ello. La regionalización y las reformas políticas también muestran esa cierta ingenuidad. De Paula Muñoz encontré una forma de describir ese link a la perfección en un ensayo que publicó en 2018, resaltando “el entusiasmo de los que no entusiasman”.
Encuentro innegable que el discurso de la transición necesita una revisión, un mea culpa y un libro blanco. La detención de Alejandro Toledo (el presidente del ciclo 2001-2006), que quizá representa el mejor proceso que el corto periodo de Valentín Paniagua, basta para justificar esa revisión, aunque la lista de eventos que la justifican sin duda puede estirarse mucho más. Sin embargo, la idea de reformar al Estado, creo, no es consubstancial a la transición. Esta última representa una generación de reformas que no funcionaron como queríamos. O al menos no, parafraseando a Muñoz, no funcionaron como nosotros (los que estuvimos cerca de la transición por alguna razón) queríamos. Pero las reformas, como modo de abordar a un Estado incompleto, no fueron inventadas por la transición. El velasquismo tuvo su propia generación de reformas. El fujimorismo de los primeros noventa también tuvo un paquete propio de reformas. Y el Estado sigue incompleto, por ende necesitando reformas, salvo que el objetivo sea abolir al Estado.
Entonces creo que la cuestión no está en revisar si necesitamos reformas o no, sino en definir un nuevo paquete de iniciativas que corrija los errores de perspectiva que pasaron inadvertidos en la transición. Más de 20 años después me parece imposible negar que no vimos lo que podía representar el crecimiento de eso que aún insistimos en llamar informalidad, pero que ya representa nuestra propia forma de ser. No vimos cómo se estaba reemplazando a los partidos o tomando el espacio que ellos ocuparon en los ochenta. No vimos el poder que podían acumular determinados promotores de universidades privadas no institucionalizadas y no vimos cómo la corrupción podía moverse o redefinir su incidencia desde el manejo de fondos públicos y contratos militares a la construcción de infraestructura y de ahí a las economías ilegales en general. Aún así temo que hay una serie de otros fenómenos que aún no percibimos en su impacto o no podemos describir o que recién los estamos empezando a reconocer. Como el peso político de las organizaciones que trafican con predios urbanos o manejan el transporte no regulado.
Pero creo que estas revisiones supone no abandonar la idea de promover reformas. Encuentro claro que nuestra expectativa -sobre ellas, sobre su alcance, sobre su papel en los procesos por desarrollar- debe cambiar.
Las transiciones cambian las preguntas y también cambian el peso relativo de las respuestas. La política se ha salido del cuadrante en el que las leyes podían tener una incidencia gravitacional. Entonces, acaso lo que deba cambiar es el peso que asignamos a la reforma de estructuras respecto al que asignamos a la acción práctica. Entonces, acaso sea más bien un momento para volver a hacer política, por ejemplo.